XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Mt 11,25-30
Mateo, 11 - Bíblia Católica Online
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LA GENTE SENCILLA LOGRA RECONOCER
El texto del evangelio de este domingo es una oración de alabanza dirigida por Jesús a su Padre; es una acción de gracias por los frutos de la predicación del Reino. En el corazón de Jesús hay gratitud y satisfacción por la respuesta que algunos pueblos han dado ante la predicación de la Buena Noticia. Este reconocimiento de gratitud tiene más fuerza significativa preciamente porque está colocado después de una queja que ha hecho el Maestro sobre las ciudades de Corazín, Betsaida y Cafarnaún, en las cuales parece que la predicación no tuvo el efecto esperado (Cfr. Mt 11,20-24). O también la queja sobre la generación que no capta el mensaje ni tocando flautas ni con endechas, poniendo cualquier clase de excusas con tal de no escuchar la Sabiduría (Cfr. Mt 11,16-19).
Por eso nuestro texto actual es una proclamación alegre sobre los que sí saben acoger el mensaje del Reino. Que bueno es saber que la obra misionera de Jesús y también de sus enviados (todo el capítulo 10 se hablaba de sus enviados) ha generado una repuesta positiva en muchos corazones que han mostrado apertura. Debemos afirmar que sólo un corazón sencillo es capaz de aceptar la salvación que Dios le ofrece. Es decir, sólo un corazón humilde, abierto, atento y aprehensivo es capaz de darse cuenta del amor de Dios que siempre nos precede y quiere transformar nuestra vida.
Analizando este texto bíblico y comentando sobre la importancia del aspecto cognitivo en tiempo de Jesús, L.A. Schökel, dice: "La salvación no depende de una mayor o menor pericia en la compleja interpretación bíblica, sino de la capacidad para captar el paso de Dios en la historia y de la disponibilidad para aceptar su llamado". Captar el paso de Dios en nuestro tiempo actual es una tarea quizá difícil, pero es la mejor forma de dar sentido a todo lo que vivimos.
El reconocimiento de este paso de Dios por la vida genera un compromiso cada vez más auténtico: manifetado en la confianza, en la opción por la sencillez, en la vida de auténticos hijos. Así lo explica L.A. Schökel: "Jesús invita a todos los abatidos, a las personas agobiadas por los mecanismos de exclusión social y religiosa, y les propone llevar otro yugo, otra carga: el yugo de la libertad, que exige al mismo tiempo humildad y mansedumbre, es decir, honestidad personal y capacidad de diálogo y tolerancia". El verdadero seguidor de Jesucristo no sólo escucha con atención, sino que también se convierte en una reflejo de la paz que transmite la Palabra.
Por otra parte, reconocemos otra verdad fundamental en el evangelio de este domingo: nuestra vida encuentra descanso en Jesús. No debemos olvidar nunca esta verdad. El sabor de la vida se encuentra en este "ir hacia Jesús". Cuando Jesús nos dice "vengan a mi todos los que están fatigados y sobre cargados" (v.28) nos está invitando una relación personal y personalizada con Él. En verdad, sólo Jesús puede dar descanso. Jesús es como una permanente mano extendida hacia nosotros para ofrecernos lo mejor: su amor.
¡Ánimo!
48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio», y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).