DISCIPULADO CONSCIENTE (Cuarto Paso)
Cuarto paso:
El "yo ideal"
¿Hacia dónde caminamos?
¿Cómo movernos hacia ese objetivo?
Este es el cuarto paso en nuestras reflexiones sobre cómo vivir conscientemente nuestra condición de discípulos de Jesús de Nazaret. Ya hemos hablado de la mirada general del camino (primer paso), luego tratamos de definir quiénes somos y de dónde venimos (segundo paso); también ya hemos hablado de dónde estamos con nuestro yo actual (tercer paso). Ahora nos orientamos hacia el yo ideal.
El “yo ideal” se puede definir como “lo que la persona desea ser o llegar a ser. Es el mundo de las aspiraciones, deseos, proyectos y, a veces, de los sueños y las ilusiones […] Es el resultado o el conjunto de dos componente: ideales personale e ideales institucionales” (p. 139).
Los ideales personales son los valores y proyectos que la persona elige para sí misma. Se puede decir “lo que yo quiero llegar a ser”. Es el fruto de una elección del sujeto. En cambio los ideales institucionales tienen que ver con la percepción que tiene el sujeto sobre los valores y los roles que la institución social le propone. Es cuestión de cómo percibe el sujeto esos valores. Es importante identificar las expectativas y exigencias de la institución (puede ser mi familia, la Iglesia, mi grupo, la sociedad) y también identificar lo que según el sujeto le está proponiendo la institución.
Con todos estos elementos antes mencionados se contruye un ideal, se proyecta la vida y se orienta el camino. En todo ese dinamismo existen los valores que atraen y dan forma a un estilo de vida. Veamos un poco más ese detalle de los valores.
En gran medida el yo ideal se contruye teniendo en cuenta los valores, que son los “ideales durables y abstractos que se refieren a la conducta actual o al objetivo final de la existencia” (p. 96). Ya que son ideales durables, “se diferencian de los simples intereses. El interés es más pasajero, contingente y, sobre todo, menos cargado de importancia afectiva. Ya que son ideales abstractos, entonces “se diferencian de las normas en que no dicen inmediatamente “qué” hacer sino “cómo” ser: no llevan a un comportamiento, sino a un etilo de vida”.
Según los Autores que estamos siguiendo, los valores tienen dos funciones específicas, que son importantes para entender cómo atraen en la vida y cómo orientan el camino. Veamos esas funciones:
1) Ofrecer una identidad al sujeto: plantea objetivos a un individuo y así se define qué cosa tiene valor para ese individuo. Así el valor se convierte en fuente de la propia identidad, ya que orienta la vida según un camino preciso, hace tomar las decisiones más importantes, define los criterios y el fin del actuar y también define el punto de llegada en el cual cada quien reencuentra el yo que quiere ser.
2) Ser elemento de atracción de todo el psiquismo. Ya que el valor mismo está unido a una nueva y más verdadera imagen del yo, eso provoca un consiguiente aumento de estima. Esto es posible si el sujeto es capaz de apartarse progresivamente de la vieja imagen de su yo y mirar hacia adelante.
Un peligro posible, al hablar de los valores (que son los que atraen hacia el “yo ideal”), es el de pensar sólo el modo subjetivista. Podría ser esa tentación de “querer improvisarse como creador de valores o juez asboluto, confiándose única o excesivamente a su criterio individual para definirlos y discernirlos” (p. 113). Para evitar ese peligro es necesario acudir a los “valores objetivos” (no sólo los subjetivos). Dicen los Autores que seguimos: “no cualquier valor satisface la búsqueda natural de sentido, sino sólo aquellos valores que respetan la cualidad específica de esa búsqueda, es decir, la tendencia natural progresiva a la trascendencia”. Por ejemplo, si mi ideal es amar y servir, no puedo hacerlo según criterios subjetivo y arbitrarios, sino según criterios pre-definidos, que muestran van mostrando el verdadero rostro del amor.
Para ser más específicos, si nuestro ideal es servir y amar como Jesús lo ha hecho, entonces no usamos nuestros propios criterios, sino que adecuamos nuestros criterios a los del Maestro. Sólo así se expresa la madurez en el amor. Sólo así se muestra que estamos avanzando hacia la madurez, hacia el “yo ideal”.
El hombre maduro no es sólo aquel que tiene un yo ideal, sino que tiene un yo ideal como-debería-ser, con una validez objetiva y no meramente privada y subjetiva (p. 116).
Y ya que hablamos de madurez, para ir concluyendo, podemos decir que la madurez de una persona se manifiesta en la estima que tiene de sí mismo, porque sabe apreciar lo que se es (el yo actual), con todos sus dones, energías innatas a patir del don de la existencia; algo que ya se tienen dentro, no fuera. Y también la madurez se muestra en la sana tensión hacia el bien (yo ideal), que es esa necesidad que el hombre tiene de tender hacia la perfección de sí mismo, de tender hacia la realización plena del germen que se descubre en el yo actual.
Jesús es nuestro ideal, es nuestro modelo y nuestra mejor inspiración para orientar nuestro camino.
¿Estamos haciendo experiencia de madurez teniendo a Jesús como inspiración?
Animo,
P. Rafael
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Algunas frase para profundizar:
“El sujeto sano… debe tener la esperanza de crecer… y especialmente la esperanza de perpetuar su exitencia” (p.178).
“El hombre no puede ser responsable de sus debilidades, pero es responsable de la posición que toma frente a ellas; él es el responsable de cuánto las tiene en cuenta y de cuánto hace para neutralizar su influjo” (p.180).
“Hay un algo de dignidad en el hombre que reconoce el propio error, puesto que si admite haberse equivocado quiere decir que sabe ser libre y responsable, capaz de captar la provocación de un valor y de orientarse hacia él en su comportamiento” (p. 181).
“Quien vive en la verdad la conciencia de la propia falibilidad sin esconderse a sí mismo, está en condiciones óptimas para advertir la necesidad de reconciliación consigo mismo que sólo en Dios puede ser plenamente satisfecha. El mensaje de reconciliación que viene de Dios es también un mensaje de estima, el más decisivo y consistente que el hombre puede esperar. Y podría ser la máxima experiencia de integración del mal en un concepto de sí definitivamente positivo” (p. 182-183).